Si las paredes de Ovni, Halley y Sideral hablaran, la provincia de Tucumán naufragaría en un escándalo parecido al que en el mundo causó Wikileaks, pero en este caso de corte estrictamente amatorio y sexual. En estos tres moteles de nombres astronáuticos, ubicados en las afueras de la capital provincial, la ideología, el estatus social, el credo y el perfil político de los clientes importa tan poco como un choque de autos en un pueblo de China. Y una persona, su dueña, se ha encargado, con frío o con calor, con lluvia o sol, en crisis y en bonanzas, en dictadura y en democracia, de darles cobijo todos los días, a cualquier hora, y guardar devotamente los secretos de cada una de sus alcobas; la clave de un negocio perdurable y venerado, propio de una mujer que promovió el respeto a las libertades de los demás tanto como a las suyas.
Esta señora, Irma Abraham, hoy por hoy gerencia los tres hoteles, a pesar de sus 85 años, con la predisposición y con el desparpajo del primer día. En la actualidad nadie la cuestionaría por ser mujer y administrar nidos de amor rentados, que fueron el refugio de pasiones prohibidas de una sociedad de rostro anónimo, como un maniquí. Pero hace 39 años, cuando comenzó la actividad, los tiempos eran otros, la sociedad era —como se dice— más cerrada, o menos abierta, y las formas, severas.
Con todo, hace casi cuatro décadas se lanzó con nombre y apellido a incursionar en la motelería —y también en la nocturnidad— y no se privó de nada en lo personal. “¿Qué querés que te diga, que he sido la Virgen María? No se puede vivir sin amor; a la vida hay que vivirla de a dos”, dice la mujer que, sin embargo, se casó tres veces y confiesa que, en el medio, ha tenido sus affaires. “El amor es lo más hermoso que hay. No hablemos del amor como una necesidad sexual y punto. El amor es mucho más que eso: es romanticismo”, filosofa Irma, y se queja con melancolía de que el cortejo, el enamoramiento como ritual previo a la intimidad, se ha ido perdiendo con el correr de los años.
“A mí mis maridos tenían que invitarme a cenar, mandarme un ramo de flores o una sola. Y, si era robada, más lindo todavía. Me acuerdo de una vez, que uno de ellos me hizo poner debajo de un naranjo, lo movió y me llenó de azahares. Ese tipo de agasajos me gustaba. Ahora son las mujeres las que proponen. Si quieren ir a un hotel, buscan plata en la cartera y le piden al hombre lo que les falta. Los hombres las ven a las chicas tan baratas que terminan perdiendo el interés”, reflexiona.
La Turca —como le dicen y como ella odia que le digan— atendió a este cronista en el living de su casa, que está en el fondo de Ovni. El beige es el color predominante en esa sala barroca, de unos 16 metros cuadrados, en la que sobresalen un sillón con capacidad para tres personas sentadas, tapizado con búlgaros imperceptibles; un piano desafinado y en desuso que encima lleva un pequeño mantel blanco de hilo; unas delgadas estatuas egipcias de un metro y medio de altura, dispuestas en dos de las cuatro esquinas; una vitrina de madera y vidrio con copas de cristal esmerilado; y una mesa con seis sillas altas e incómodas. Hacia la pared de enfrente del piano, un centro musical fabricado en los primeros años de la década del 90 con una pila de CDs de cantantes y grupos latinos y románticos, tales como Dyango, Pimpinela y Roberto Carlos, y un poema encuadrado dedicado a la dueña de casa por uno de sus amigos.
Irma Abraham recibe a sus parientes y amigos ahí: un living pequeño, ecléctico, cálido y kitsch.
En el Ovni, rememora, “han pasado cosas muy terribles en la época de la represión”, cuando gobernaba el ya fallecido genocida Antonio Domingo Bussi. “Acá entraron, nos robaron los vehículos, sacaron a la gente. A las esposas las entregaban a sus respectivos esposos y, si eran solteras, a sus padres. Acá en Tucumán era tremendo cuando estaba (Antonio) Arrechea (de jefe de Policía). Me llevaron dos vehículos. Uno fue a parar a las manos del general Acdel Vilas (jefe del Operativo Independencia). Cuando terminó la represión, ordenaron que nos devolvieran los vehículos”, comenta.
Asegura que durante los años de plomo quisieron matarla. “Yo tenía un empleado aquí, de apellido Orellana, que le pasó un memorándum al Ejército diciendo que yo subvencionaba a la guerrilla y le suministraba droga. Además, la Policía corrupta, cuando detenían a las prostitutas, les pedían coimas y les decían que dijeran que trabajaban para Irma Abraham. Por eso me buscaban. Yo había estado de viaje y me bajé del tren vestida de anciana. Me querían hacer desaparecer. Y este Orellana quería quedar como administrador. Al día siguiente de llegar, me presenté yo misma en la Jefatura de Policía y les dije que yo no tenía necesidad de dar plata ni de vender droga. Entonces, tenía 50 años”, relata.
La Turca no sólo debió lidiar con los períodos dictatoriales, sino también con la presión fiscal y la —a su juicio— competencia desleal a la que se sometía a los moteles que estaban en regla, como los suyos. Irma Abraham, en efecto, fue durante muchos años la presidenta de la Asociación de Albergues Transitorios de Tucumán, desde donde no se cansó de denunciar que policías y agentes municipales le pidieron infatigablemente coimas para permitirle que sus establecimientos siguieran funcionando y no sufrir clausuras, inclusive sin que hubiere siquiera una situación irregular.
En septiembre de 1999, azuzó a las autoridades de la comuna de El Manantial, en cuya jurisdicción está inscripto Ovni: en vez de ir a Rentas, convocó a los periodistas y les pagó en la mano los impuestos a un grupo de empleados comunales, ya que, según decía, no sabía qué hacía la comuna “con el dinero de los contribuyentes”. Entonces, desembolsó casi 7.000 pesos/dólares.
Su voz se alzó también contra el gobierno de José Alperovich en 2010, cuando la Dirección General de Rentas (DGR) de la provincia dispuso que patrullas se estacionaran en las puertas de los moteles a pedirles a los clientes que salían que les dieran la factura o el tícket correspondiente al turno que habían pagado. Entonces, Abraham cuestionó lo que —a su criterio— suponía una invasión de la privacidad, uno de los pilares del negocio, y que el gobierno eligiera a los moteles que estaban en regla para realizar los operativos. “No hay más de cinco hoteles alojamiento que estén en regla en Tucumán. En cualquier lado podés encontrar hoteles que no están habilitados”, se quejó Irma, en aquel entonces.
A los dos días de sus declaraciones, Alperovich ordenó dejar de realizar esos operativos, a los que calificó de aberración. Pero antes de eso, Irma, además de quejarse, también había contado a la prensa tucumana cómo había conocido al gobernador, hacía unos 30 años. “Lo conocí a Alperovich yendo a Buenos Aires en un mismo avión de Austral. Entonces, me dijo el doctor Rodríguez Vaquero (un abogado conocido): ‘venga, que le presento al contador Alperovich, que la quiere conocer’. Entonces, nos presenta, y Alperovich se da vuelta y le dice a él: ‘bueno, pero yo vengo de luna de miel’”, contó entonces Irma Abraham, con una sonrisa pícara. Y, cuando Irma Abraham, que no se calla nada, decide hablar, tiembla más de uno.
La vida no le sonrió siempre. En febrero de 1973 estuvo involucrada en un caso de tráfico de drogas, por el cual resultó presa. Entonces tenía 45 años. El informe que publicó sobre el caso el diario La Gaceta, de Tucumán, dice al respecto: “La propietaria de varios clubes nocturnos permanecía anoche incomunicada en la sede de la delegación de la Policía Federal y la detención se produjo luego de que se aprehendiera a Emilio Molina y Félix Vázquez Martínez, quienes transportaban desde Pocitos, Bolivia, un kilogramo de cocaína”. A los días fue liberada y luego quedó desvinculada del caso.
También, este año, se enfrentó con Susana Trimarco, la madre de Marita Verón, cuando dijo que la joven tucumana —desaparecida desde abril de 2002— se encontró con ella unos días antes de haber sido secuestrada y que le pidió ayuda, insinuando que se encontraba involucrada con la prostitución.
Por sus declaraciones en mayo pasado fue citada a declarar en el marco del juicio por la desaparición de Marita Verón que se realiza actualmente en Tucumán. Dijo que iba a contar todo, pero no dio ni un dato nuevo que permitiera dilucidar qué pasó con Marita. En tribunales, Irma Abraham evidenció su ancianidad, caminando muy despacio y oyendo poco, al punto que tres abogados tuvieron que pararse a su lado para interrogarla.
La señora reconoció ante los jueces que tiene una especie de enemistad con Trimarco, porque la fundación María de los Ángeles es querellante en una causa contra una nuera suya, por prostitución de menores. “Hay que terminar con los rufianes, no con la prostitución”, lanzó mientras era escoltada por dos policías hacia la salida. La declaración fue un papelón.
De ojos pequeños, rasgos arábigos, cara redonda, un metro sesenta de altura, nariz respingada y rulos marrones teñidos cuidadosamente, Irma ofrece café y refrenda una mirada positiva sobre la prostitución. “Bien organizada, debe ser llevada por los gobiernos. Los países adelantados, Bélgica, Holanda, Alemania, Francia, España, todos habilitan prostíbulos, pero bien organizados”, asevera. “Yo tuve muchos años el negocio de la noche —confiesa—. Pero para mí una prostituta era una señorita, y un cliente, un señor”.
Jamás ocultó su actividad como empresaria del rubro de albergues, pero su dedicación como madama, en cambio, siempre se mantuvo en el plano de las versiones, sin confirmar, aunque ocupa un terreno firme en el imaginario colectivo tucumano. “La mentira es el peor de los pecados”, sentencia luego Irma, dejándolo entrever, acaso porque ha llegado a una edad en la que dar explicaciones sobre el pasado es un acto tan despreciable como el de arrepentirse de una inmoralidad que dio felicidad sin dañar a nadie. Al final, la moral es un punto de vista.
“Tucumán ha cambiado mucho. Antes eran cuatro avenidas y nada más. Yo he sido una chica que ha vendido frutas en la calle. Yo no tengo nada más que primero inferior. He tenido un gran amor que me ha enseñado a leer y escribir. Tengo que darle gracias a Dios todos los días de mi vida. Porque he sabido discernir lo bueno de lo malo y no me he podrido. Porque hoy la gente pobre está a un empujoncito de podrirse. Hoy Tucumán es una sociedad de cínicos. Es una sociedad hipócrita y malintencionada”, afirma.
Nació en 1927, en la calle Balcarce 23, en el centro tucumano, cerca de la zona de El Bajo. Hija de inmigrantes árabes, a los ocho años ya vendía verduras en la vereda de la plaza Independencia. Como andaba descalza, el alquitrán de la capa asfáltica se le pagaba en la planta de los pies.
A los 17 años, su padre la obligó a casarse con un hombre mucho más grande que ella. Los acuerdos entre familias para el casamiento de los hijos son muy comunes entre los clanes de ascendencia árabe. Su primer marido, de igual manera y para fortuna de ella, la abandonó a los pocos meses de haber contraído matrimonio.
Con Fernández —así lo llama—, su segundo marido, comenzó a construir el negocio de los moteles, pero antes tuvo otros: fue dueña de la exwhiskería Leo; tuvo un restorán llamado Mon coeur (mi corazón, en francés); despensas y una florería, y también se dedicó a la venta de carbón y de leña. “Pero siempre —agrega— con la idea de juntar plata para construir un albergue transitorio”.
Por momentos se emociona cuando alude los hijos que adoptó a lo largo de su vida: siete, de sus dos hermanos, y una, de uno de sus exmaridos. Se declara “madre postiza”: siendo todavía una niña, un accidente que sufrió la dejó estéril. “Una vez estaba vendiendo verduras en la calle y me caí al lado de unas mulas, que se asustaron y me patearon por todos lados. Y una de esas patadas me dio en la matriz”, rememora, con amargura, en una entrevista con la revista tucumana Contramano (ya dejó de editarse).
Cuenta que la pareja que le enseñó a leer y escribir, “además de haber sido el soltero más codiciado de Tucumán, por pintón, era un hombre muy culto”. “Él me transmitió la pasión por la lectura y por la música”, dice.
Tras una pequeña vuelta por la casa, durante la cual exhibe un escudo nacional encuadrado y protegido con un vidrio, que —afirma— “es el primer escudo nacional”, llega el momento de recorrer Ovni. Abre las habitaciones con orgullo. Una de ellas tiene una cortina de color rosa, unos jarrones inmensos cuya fragilidad impresiona como la piel de una serpiente, un empapelado a cuadros turqueza y marrón claro y un jacuzzi enorme. “Esta es una de las mejores”, agrega.
Insiste en resaltar las condiciones de higiene del lugar, para diferenciarse de los moteles de Tucumán que funcionan, según dice, de manera clandestina. Muestra el lavadero, donde unas máquinas industriales se encargan de la desinfección, del lavado, del centrifugado y del secado de cada sábana. “Acá esterilizamos todo, porque hay muchas enfermedades”, asevera.
También se declara alarmada por la gente que se ha contagiado de HIV. “Tucumán es la tercera provincia donde más sida hay. Hoy se habla mucho de educación sexual, pero se debe hablar más de higiene sexual”, dice. “Yo siempre les digo a mis nietos: ‘a ver, ¿cuántos profilácticos se ponen?’. Es que hay que enseñarles”, enfatiza.
Irma Abraham, sin embargo, no ha permanecido toda la vida entre el predio del Ovni y los de sus otros dos moteles. Le encanta viajar y ha viajado mucho. Uno de sus maridos era asturiano y, entonces, visitó en varias oportunidades España, un país del que se declara enamorada. También le gusta Buenos Aires. “A veces suelo quedarme horas en el balcón de mi departamento en Recoleta, mirando hacia la calle, y me pregunto: ¿cuántas penas caminan por ahí?”.
La Tía Irma —como también le dicen y sí le gusta que la llamen así— se despide con un “visitame cuando quieras”, parada frente a la cochera de una de las habitaciones del motel. Allí las pasiones siguen ardiendo, cada día, al celo de una reina temida, discutida, enigmática, sencilla y hedonista.
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