martes, 28 de julio de 2009

Polos

Noventa y un años tiene Efraín Wachs y participa de torneos mundiales de atletismo. Para celebrar su cumpleaños, corrió 91 veces 100 metros en Tucumán. Yo tengo 64 años menos que este viejito y, aunque me propongo limpiar mis pulmones y mejorar el ritmo cardíaco, todos los días postergo una vueltita al parque 9 de Julio.

jueves, 16 de julio de 2009

Invierno, oficina y jazz

Esta tarde: vidrio empañado, calor de encierro, estrago glacial, café con leche, Gershwin. Love is here to stay, en las cuerdas de Yehudi Menuhin y de Stéphane Grappelli.

lunes, 13 de julio de 2009

Pilar Rahola y el golpe de Estado blando

El domingo salió publicada en La Gaceta Literaria una interesante entrevista a la periodista española Pilar Rahola. La recomiendo. Aquí va un fragmento. Creo que cualquier golpe de Estado debe ser condenado. El actual gobierno de Honduras tomó el peor de los caminos; se equivocó. Pero de ahí a convertir a (Manuel) Zelaya en un santo hay un abismo. Pienso que se trató de un contragolpe a quien quebraba las leyes, gobernaba de espaldas a la sociedad e intentaba convertir a su país en un satélite de Chávez. Zelaya intentó un golpe de Estado blando: el que consiste en socavar la democracia desde la democracia, replicando lo que se hace en Venezuela y en Bolivia. Lo notable de Zelaya es que violó la Constitución y ahora apela a ella para volver a su cargo. Criticó a Estados Unidos y ahora va corriendo a ver a Hillary Clinton. Forma parte de la lógica, o la contradicción, populista. Lo que yo le preguntaría a Cristina Kirchner, que viaja en el avión con Correa a denunciar el golpe, es dónde estaba antes. ¿Dónde estaba Cristina cuando Zelaya desmantelaba la libertad en Honduras? ¿Por qué se paseaba de la mano de Castro? Argentina está cada vez más cerca de Chávez y cada vez más lejos del sentido común. Lula, Bachelet, Tabaré Vázquez no viajaron. Sí Cristina, y en medio de la pandemia que vive su país.

lunes, 6 de julio de 2009

Culpa cotidiana

Juan está apresurado. Parece correr descalzo por las brasas, aunque lleva puestos los mocasines. Todavía no se ha despabilado de un sueño profundo y terrible. Está atolondrado, con los ojos abiertos pero sin haber despertado, y su paso es tan veloz que las piernas comienzan a dolerle mientras avanza en su trayecto, el de todos los días. Sin importarle demasiado sus pulmones ni la lasitud del recién levantado, enciende ese despiadado primer cigarrillo, el que le sigue a los treinta del día anterior; su corazón apura el trote y de golpe sufre un breve mareo y un cansancio de veinticuatro horas. Maldice el día, nublado y frío, y se injuria por haberse quedado dormido otra vez. Cuando vuelve a conectar su pensamiento con la ciudad se topa con uno de los bares que frecuenta. Se sienta a una mesa en la vereda. Pide un cortado y una medialuna dulce y apaga el pucho en el piso. Las sienes le duelen tanto que parece que van a estallar. Se refriega los ojos y toma el diario de una silla desocupada. Revuelve su mochila y no encuentra los antejos. La puta madre, reniega en voz baja. Se hace tarde para volver a casa a buscarlos. Lee el periódico y se asombra por la rapidez con que progresa su asimilación de las noticias. Razona que el mejor momento para leer es la mañana, aunque ya son las cuatro menos cuarto de la tarde. Vuelve a cuestionar su incurable ociosidad y proyecta precarios planes para dejar de fumar o para ejercitar el cuerpo y la mente. Utopías. Sale del café ya despejado por completo de la pesadilla que lo afligió hasta hace media hora y enciende otro pucho. Han pasado veinte minutos desde que cerró la puerta del departamento (¿la cerré?, se pregunta) y llegaría una hora tarde a cumplir su deber. Empieza a escudriñar sus obligaciones y recuerda una tarea prevista para el mediodía. Ya fue, dice, ahora entristecido. Se convence de que debe arribar lo más pronto posible a la meta. Se angustia cuando imagina los comentarios socarrones y las miradas con sorna a su pelo mojado, a sus ojos menguados y a la barba de dos días, que no ha tenido tiempo de rasurar. Se fija en las vidrieras si no ha salido muy despeinado, si la camisa no está muy arrugada, si el nudo de la corbata no es de secundaria y si el saco aguantará un día más sin ir a la tintorería. Todo en orden. Camina y dirige una mirada involuntaria a las baldosas de siempre. Esta vez se da cuenta de que ninguna le gusta y que tal vez por eso las observa todos los días con espontaneidad. Llega a la esquina y, como no pasan autos pese a que el semáforo está en verde, cruza la calle con la misma celeridad. De pronto sale el sol y se frena para disfrutarlo antes de meterse en la oficina todo el día. Le gusta el sol y comprueba con agrado que el centro goza de un silencio venerable. Prende otro Parliament. Llegar a las cuatro y cuarto es lo mismo que a las cuatro, se dice para redimirse. Se acuerda de las buenas horas de anoche: de los chistes, del póquer, del alcohol, de la música. Una sonrisa se le forma inconscientemente en su cara y se mantiene unos largos segundos… ¡pero qué pelotudo que soy!, piensa, enojado y de vuelta agitado, mientras saca el celular de su bolsillo y se fija en la hora. Tira el pucho y sigue viaje. Su cuerpo empieza a transpirar. Está apuradísimo, pero ya más cerca. Menos mal que vivo a unas cuadras, cavila. Cuando por fin llega a la puerta del trabajo repara en algo que cuarenta minutos antes debía haber advertido; no sabe si reír o llorar: hoy es su día de franco.

domingo, 5 de julio de 2009

Postales de una definición de película

Los últimos minutos de la final entre Vélez y Huracán se asemejan al desenlace de una película de Alex de la Iglesia: caótico, violento, grotesco, electrizante. Y largo. Después del gol de Maxi Moralez, una anciana, invulnerable, festeja el triunfo del Fortín al borde de la cancha, entre los cuerpos técnicos, cuando faltaban aún ocho minutos para que termine el juego. Angel Cappa abandona la mesura y la elegancia, desata la furia del que ya se ve segundo y se revela camorrista, desbocado; el barrio es inocultable en el fútbol, para los menottistas y para todos. El partido sigue. Fricción: planchazos, puñetazos, bravuconadas. La gloria quemera se queda a medio metro del arco rival, después de un córner. Pitazo final. Los hinchas velezanos se meten como cucarachas en el campo. Otros prefieren las alturas y escalan por el alambrado de las tribunas. Bomberos les largan chorros de agua fría en pleno invierno porteño y después del granizo. Un jugador de Vélez se ríe a carcajadas con el rostro lleno de sangre; uno de Huracán, aplastado, llora de pie. En Liniers vuelven a gritar campeón. En Parque Patricios ven al Globo caerse del cielo.

miércoles, 1 de julio de 2009

Venta callejera

Las ofertas de los vendedores callejeros de la peatonal Mendoza provocan risas y comentarios socarrones en mi trabajo. Durante el horario comercial, la voz potente de estos comerciantes se escucha con claridad en toda la redacción y los artículos que venden dan cuenta de que siguen las tendencias de mercado, quizás más a tempo que una multinacional. Hoy, dos de ellos hicieron furor durante la tarde:

Vendedor callejero 1: ¡Vendo lo que está de moda: lo' huevito que crecen en el agua y sale un dinosaurio! ¡Lo' huevito, lo' huevito! ¡El huevo Kinder no va má'...!

Vendedor callejero 2: ¡Barato vendo lo' barbijo, vendo!