viernes, 17 de febrero de 2012

Harto

A la mañana se lee mejor. O a la madrugada. No tanto a la tarde, y menos en un colectivo, donde la luz natural es escasa debido a sus ventanas polarizadas y además tenés al lado una habladora profesional, que cuenta por celular una serie inacabable de banalidades. ¿Viste? ¡Es divino! Yo le dije a Da (Daniela, quizás) que se lo comprara, porque estaba re barato y le quedaba justo… sí... sí... ¡No! Porque ella lo quiere para la fiesta...
Son las siete de la tarde. El ómnibus de la línea 39, ramal 3, está lleno. Me propongo anular las voces y, en los 40 minutos que dura el viaje hasta mi casa, en Barracas, avanzar con una novela. ¡Ah, no te conté, boludo: pinté la pared de mi cuarto! ¡Sí! De rojo. A mi vieja le encantó, pero dice que el ambiente ahora quedó más chico de lo que ya era (larga una carcajada lenta, boba, inexplicable; una carcajada fingida puede denotar tanto cinismo como la frustración brutal de no poder reírse de manera genuina de algo). Pero no importa. Qué se yo. A mí me gusta el color. Sin querer, todos los pasajeros se enteran de su novedad, de la pared roja de su dormitorio. ¡Un loco de la guerra! Algunos lo miran confundidos, como no pudiendo creer su imposibilidad de hablar por celular de una manera más discreta. Acá, en Buenos Aires, hay mucha gente, muchísima, cuya forma de hablar no es otra que gritando.
Las puertas del colectivo hacen un ruido insoportable al abrirse, como el soplido agudo de un gigante, cada tres minutos, en las paradas. El timbre es de esos que al apretar el botón queda sonando un poco más. Sospecho que los choferes de esta línea sueñan con esos sonidos abominables y pienso en que sólo por eso deberían cobrar un plus salarial en concepto de insalubridad. Tal vez ya lo cobren.
No logró dar vuelta siquiera una página de la novela. Una. Puta. Página. Un niño de cuatro o cinco años llora sin consuelo. Por capricho. Porque quiere llorar. No le duele nada, ni tiene hambre. Quería ser él el que pasara la tarjeta SUBE para pagar el boleto. Pero la madre se lo había impedido, para subir rápidamente entre tanto gentío y acomodarse en algún rincón. Llora deliberadamente. Refunfuña. Protesta. Cree que así logrará que la madre, que no le dirige la palabra, le dé pelota y haga lo que él quiere: bajarse del ómnibus y subir a otro para poder pasar la tarjetita. Lo único que consigue es fastidiarla más. ¡Basta, Marco! Me tenés cansada. Ya nos bajamos. Falta poco. El chico estalla en llanto. Hace doler los oídos e irritar el estado de ánimo de los pasajeros. O por lo menos el mío, un recién llegado a Buenos Aires.
Pienso que acá los ciudadanos ya se acostumbraron a convivir con eso que los medios llaman contaminación acústica, ese caos sonoro y perturbador tan opuesto al de, por ejemplo, el metro berlinés, donde una vez vi a una chica esforzándose por no hacer el más mínimo ruido con su cuchara, mientras tomaba helado de un vaso de plástico, y en el vagón sólo se oía el ruido del vehículo. Nadie hablaba. Nada. Ese silencio también es un poco aterrador, pero al menos te permite leer un libro.
El 39 se menea como el samba de un parque de diversiones cuando pasa por calles adoquinadas de Palermo y Villa Crespo. Y los que estamos parados vamos un pasito para el frente y un pasito para atrás, sin música; con ruido; con la ropa pegada al cuerpo por la transpiración. Sostengo el libro con una mano. La otra está tomando la barra. Pienso en los primates. El colectivo dobla en una esquina. Me cuelgo. Acelera y frena torpemente frente a una parada. Las puertas se abren otra vez con ese sonido pavoroso y se golpean con violencia contra los topes. Me descuelgo. Bajan cinco. Suben nueve. Un poquito para atrás, por favor, pide el chofer. Hay pasajeros pegados al parabrisas. Mi lectura está en coma vegetativo. Ella sigue hablando del vestido divino de Da y él ahora le cuenta al boludo que la vieja siempre tiene un pero para él, pero que es una grossa, mientras la furia del niño se vuelve insufrible. ¡Pero mamáaaaaaaaaaaaaaaaa! Punzante, ardiente, como gotas de limón a una herida. Cierro el libro y me bajo a caminar. Silbando. Y que se vayan a la mierda todos.