sábado, 25 de junio de 2016

Apuntes de Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez

• Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo ni lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope.
• A Evita se le decía «esa mujer», pero en privado le reservaban epítetos más crueles. Era «la yegua» o «la potranca», lo que en el lunfardo de la época significaba puta, copera, loca.
• Era una enorme mariposa suspendida en la eternidad de un cielo sin viento.
• La súbita entrada en escena de Eva Duarte arruinaba el pastel de la Argentina culta. Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdica —como se la llamaba en los remates de hacienda— era el último pedo de la barbarie. Mientras pasaba, había que taparse la nariz.
• Todo relato es por definición infiel. La realidad no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo.
• ¿Por qué Perón y Evita mentían? No necesitaban hacerlo. ¿Evita se añadió tres años para que el novio no la doblara en edad? ¿Perón se fingió soltero por pudor de ser viudo? ¿Evita imaginó que había nacido en Junín porque era hija ilegítima en Los Toldos? Esos detalles nimios ya no les inquietaban. Mintieron porque habían dejado de discernir entre mentira y verdad, y porque ambos, actores consumados, empezaban a representarse a sí mismos en otros papeles. Mintieron porque habían decidido que la realidad sería, desde entonces, lo que ellos quisieran. Actuaron como actúan los novelistas.
• ¿Por qué la historia tiene que ser un relato hecho por personas sensatas y no un desvarío de perdedores? Si la historia es —como parece— otro de los géneros literarios, ¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la indelicadeza, la exageración y la derrota, que son la materia prima sin la cual no se concibe la literatura?
• El arte del embalsamador se parece al del biógrafo: los dos tratan de inmovilizar una vida o un cuerpo en la pose con que debe recordarlos la eternidad.
• Buenos Aires es la única ciudad de la tierra con sólo tres puntos cardinales, el norte, el oeste, el sur. El este es el vacío: la nada, el agua.
• Tenía entonces veintiocho años. Para los códigos culturales de la época, actuaba como un macho. Despertaba y daba órdenes a los ministros del gabinete a las horas más imprudentes, disolvía huelgas, mandaba despedir a periodistas y actores por venganza o capricho y al día siguiente decidía que les devolvieran el trabajo, albergaba en los hogares de tránsito a miles de cabecitas negras que emigraban de las provincias, inauguraba fábricas, recorría en tren diez o quince pueblos por día improvisando discursos en los que mencionaba por sus nombres a los pobres, puteaba como un carrero, no dormía. Caminaba siempre un paso detrás del marido, pero él parecía la sombra, el revés de la medalla.
• Evita era infinitamente más fanática y apasionada que Perón, pero no menos conservadora.
• Los que conocieron su intimidad pensaban que era la mujer menos sexual de la tierra. Perón, entonces, ¿cómo hizo para calentarse? Imposible saber: Perón era un sol oscuro, un paisaje vacío, el páramo de los no sentimientos. Ella lo habría llenado con sus deseos. No sexo sino deseos. Eva nada tenía que ver con la hetaira desenfrenada de la que habla el enfático Martínez Estrada ni con la «puta de arrabal» a la que calumnió Borges.
• Evita era una figura tan familiar como la estatua de la Libertad, a la cual, para colmo, se le parece.
• Cuando ella menos se daba cuenta la tristeza le tocaba el hombro y le recordaba el pasado.
• Estaba por cumplir veintitrés años. Era de una palidez enfermiza, de una belleza trivial, no inspiraba pasión sino compasión. Y sin embargo quería llevarse el mundo por delante.
• Soy un argentino. Soy un espacio sin llenar, un lugar sin tiempo que no sabe adónde va.
• Siempre el pasado llega y se va sin importarle lo que deja.