Hay artistas que, da la sensación, llevan la música en la sangre. Con mi amiga Maby Sosa fuimos a ver a Rubén Rada con Javier Malosetti dos veces, una en La Trastienda (Buenos Aires), con nuestro amigo Diego Jemio, y la otra en la plaza Independencia (Tucumán). La segunda vez estuve más cerca del escenario y me di cuenta de que el Negro es de esos músicos: cierra los ojos; independiza las manos, que marcan el ritmo, del cuerpo, que se menea sincopadamente, mientras juega con agudos y falsetes y hace muecas con la cara y cierra y abre los ojos. Rada se adueña de la música. La música sin él sería diferente. Lo mismo ocurre con otros -pocos- artistas, tales como Charly García, Caetano Veloso o Daniel Barenboim. No conocí a Gustavo Cuchi Leguizamón, pese a que canté obras de él en el coro y lo hacemos a menudo cuando organizamos guitarreadas con mis compadres. No lo conocí pero imagino que también debe haber sido de esos músicos. Escuché un disco de él y leí una anécdota que escribió para La Gaceta Roberto Espinosa, que creo que confirma mi suposición.
Se paró en el ombligo de la plaza Urquiza. Cerró los ojos. Hizo un silencio. Comenzó a silbar hasta convertirse paulatinamente en una suerte de “Cuchi chalchalero”. A los pocos minutos los pájaros lo rodearon. Se le subían a los zapatos. Los más osados se posaban en los hombros. En la cabeza, abriéndole surcos en la gomina. Una Babel de trinos y alados saltimbanquis alborotaban el mediodía. “Ahora nos vamos a divertir un poco”, dijo. Empezó a silbar un poco más abajo del tono. El desconcierto se apoderó de la turba emplumada, mientras Gustavo Leguizamón carcajeaba con fervor. Corría el año 88. Media hora antes, en el entusiasmo de la entrevista, el pianista y compositor salteño había sugerido: “la Universidad, que tiene una Escuela de Música tan importante, debería tener un taller de pájaros para que sus alumnos aprendieran de la observación y la escucha. Cuando era chango, mi mama tenía una pajarera y por áhi, se le callaba un chalchalero. ‘Si me das un peso te lo hago cantar’, le decía y ganaba la apuesta. Yo me pongo a silbar y los tengo al ratito a mi alrededor...”. Viendo mi expresión de asombro, dijo: “¿que no me creís, Espinosín? ¿Dónde hay una plaza cerca?”. Rumbeamos a la Urquiza. En el camino, lanzó varias carcajadas: “Alguien definió la música como la combinación de los sonidos. Vino otro y le agregó los silencios. Hasta que llegaron los rockeros y le pusieron los ruidos”. La música no necesita de palabras para comunicar, para desencadenar sentimientos, estados de ánimo, sensaciones, no sólo entre las personas. Tal vez porque todos tenemos un coyuyo en el corazón.
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6 comentarios:
Tremenda anecdota de Roberto compañero. Una escena casi bucolica diría,increible que alguien tenga la capacidad de generar esas reacciones en la naturaleza que lo rodea. Creo que es un caso que podríamos equiparar al del gran Horacio que, cuando canta, provoca esa frenetica ansiedad de vino en todo ser vivo que se encuentre dentro de la onda expansiva, o la de los Manseros que hacen que todos quieran ser santiagueños exiliados que viven en la perpetua añoranza del pago. O bien el caso ya extremo de las canciones de Niky Jones que generaban bailes espamodicos en los loros, catas y cacatuas. Un abrazo
Sin palabras Juanjo para tanto sentimiento. Coincido con Pollo: increíble que alguien tenga la capacidad para generar esas reacciones en la naturaleza. Pero increíble también la capacidad de Espinosa para contarnoslo de esa manera. Benditos sean!
Un aplauso para los dos!
Saludos!
Agrego: No sería justo olvidarse de aquellas propiedades hipnoticas atribuidas no se sabe bien si a los empalagosos ritmos latinos de Lia Crucet, o bien al candoroso bamboleo de sus senos, que ponían a danzar a numerosas bandadas de trabajadores golondrina.
Buenísimo el análisis de Espinosa, ya lo había leído en el diario, pero da gusto releerlo. Besos señor!
Pollo is interesting
Saludo
Rwanda
¡Qué cruce, papá! el Cuchi y Roberto. Vové...
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